Mi trámite

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Cuando se trata de hacer un trámite ante un organismo gubernamental me preparo a conciencia: hago un acto de contrición, le rezo a todos los santos del cielo, me encomiendo a San Expedito, que es patrono de las causas urgentes y justas —más efectivo que San Judas Tadeo, y está menos manoseado—, me preparo para ser vapuleado, regañado, sobajado, además de cargar con un amplio expediente que inicia con mi acta de nacimiento y fe de bautismo, y termina con mi más reciente constancia de que estoy vacunado y desparasitado.

Así que al llegar a la ventanilla correspondiente, con la cara de sumisión necesaria, los requisitos más estrambóticos me hacen lo que el viento a Juárez: que el acta de defunción de su abuelo paterno… cumplido. Que el recibo de luz del primer bimestre de 1996… listo. Que el examen de economía doméstica de la tía abuela solterona… presentado.

De modo que cuando me apersoné ante la delegación de la Secretaría de Relaciones Exteriores, a cargo de Fernando Álvear, iba armado de paciencia, tolerancia, los requisitos enlistados en la página web para renovar el pasaporte, y otros documentos que pudieran ser requeridos por algún áspero funcionario.

Y encontré todo lo contrario: amabilidad y cortesía, atención a la hora en la que mi cita estaba fijada, rapidez y eficiencia, tecnología al servicio del usuario, y requerimiento única y exclusivamente de los documentos y pagos correspondientes. Es decir, una maravilla. Baste decir que salí con el pasaporte renovado en la mano y el ojo cuadrado.

Desde luego, me permití agradecer cumplidamente a los servidores públicos.

Ojalá así fuera en todas partes…

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