Hay días en que el actual sexenio federal, el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador, remonta al arriba firmante a la década de los setentas y a la primera mitad de los ochentas.
En principio, por temas como la inflación. Mis cuatro informados lectores saben que estamos viviendo la inflación más alta en los últimos 20 años. No tenemos la espiral inflacionaria característica de los setentas y los ochentas, pero de buenas a primeras el limón se convirtió en artículo de lujo, por ejemplo. Y las familias han tenido que prescindir de comprar algunos productos porque el salario no alcanza.
En aquellos años vivíamos con el alma en vilo, porque de la noche a la mañana los precios de los productos subían un titipuchal. Venían entonces los aumentos salariales de emergencia —cosa que ahora por fortuna no ha ocurrido— y en las siguientes horas los precios de los productos de primera necesidad se iban por las nubes, en un cuento de nunca acabar. Ahora la inflación es la más alta en los últimos 20 años.
Pasamos también algún sexenio donde los empresarios eran el enemigo público número uno, por sus posiciones críticas a las acciones de gobierno. Tiempos de confrontaciones. Igualito que ahorita: la iniciativa privada cuestiona las reformas y las acciones gubernamentales y el gobierno descalifica a los empresarios, les da la espalda y los coloca en calidad de adversarios. Son los malos de la película, porque quieren obtener ganancias y vivir mejor, mientras los buenos se contentan con un par de zapatos y vivir en la austeridad republicana.
Flotan también las ideas de que México, como nación, es el papá de los pollitos en América Latina. Que su influencia, consejo y presencia es indispensable para el buen desarrollo del resto de los países latinoamericanos. Que se escucha a México y a sus gobernantes. Que si surgiera algún conflicto, ahí estaría México para dirimir y conciliar. Y también para solventar las necesidades de algunas naciones, llámese comida, vacunas, petróleo y un largo etcétera. Donamos vacunas porque andamos de candil de la calle…
Y ahí está también la esposa del presidente que juega un papel histriónico. Ahora mismo manda cartas a diestra y siniestra para que hacer sentir su autoridad moral sobre temas como el tráfico de vestigios arqueológicos o para liderear, de forma tácita, en el camino cultural del país. Antes, se le celebraban las dotes artísticas, musicales, poéticas, y desde luego nacionalistas mojadas con agua de jamaica. Un piano de cola viajaba por el mundo con la delegación mexicana para que una primera dama pudiera expresar sus dotes musicales. Toda proporción guardada, andamos por el mismo camino.
Y para cerrar, por el orgullo de su nepotismo.
En el sexenio echeverrista, Francisco Luis Rodolfo Echeverría Álvarez, mejor conocido en el mundo de la actuación como Rodolfo Landa, hizo y deshizo en el cine nacional. Y en el lopozportillista, Juan Ramón López Portillo fue designado subsecretario de Estado. El “orgullo de mi nepotismo”, dijo entonces José López Portillo. Ahora, sin estar en el gobierno, los hijos del presidente López Obrador dan mucho de qué hablar: versiones de negocios por aquí y por allá, rumores de recomendaciones para ocupar cargos públicos. El presidente los defiende a ultranza. No somos iguales, dice.
Sin olvidar que el gobierno quiere estar en todas las actividades, casi casi en calidad de monopolio.
Las cosas no han cambiado demasiado en medio siglo. No huelen a viejo. Sólo a repetición.