Como jumentos

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Algunos de nosotros hemos dado muestra en esta epidemia de COVID-19 de que nos comportamos como unos insignes jumentos. Perdónenme la franqueza. Ustedes pueden estar de acuerdo con el arriba firmante o no, pero como ustedes no redactan esta media plana, se aguantan y le siguen o se detienen aquí y se quedan con la duda del por qué de esta blasfema y peregrina afirmación.

Advertidos que están, continúo. Verán, desde que llegó a México el nuevo coronavirus se giraron recomendaciones sencillas y simples: lávate las manos, no saludes de mano o de beso, estornuda o tose sobre el antebrazo, conserva una distancia prudente con el resto de la humanidad. Instrucciones fáciles que parecen de parvulitos. Pero empiezo a creer que somos incapaces de seguir disposiciones sencillas o que las tergiversamos según nos conviene.

Ayer martes se cumplieron tres meses calendario desde que inició la Jornada Nacional de Sana Distancia y aparentemente en su momento la mayoría comprendió que para evitar que la epidemia de COVID-19 tuviera una escalada acelerada y escabrosa, había que quedarse en casa. Las calles quedaron solitarias, los negocios cerrados y la gente evitó a toda costa el contacto fuera del ámbito de su casa. Punto a favor del mexicano de a pie.

Pero la primera evidencia de nuestro estilo borriquil llegó pronto. Bastó con que se acercara la Semana Santa para que los primeros empezaran a asomar la cabeza, saludaran de beso a sus vecinos y no se acordaran de lavarse las manos, aunque respiren por obra y gracia del altísimo. Y ni hablar del 10 de mayo, en el que las familias no resistieron la obligación de visitar a su sacrosanta madre y se pasaron por sus partes pudendas cualquier recomendación de sana distancia y quédate en casa.

Después vino el anuncio de que ya había un plan de regreso (sic) a la “nueva normalidad” (recontrasic) y se puso de manifiesto que no entendíamos ni la o por lo redondo, porque fue como una especie de disparo de salida para que mucha gente decidiera salir a la calle, realizar toda clase de actividades en el espacio público y actuar como si no estuviera pasando nada, como si la epidemia hubiera sido dada por terminada o como si la cosa no fuera con ellos: hágase la voluntad de Dios, pero en los bueyes de mi compadre.

Naturalmente, todo esto ha derivado en casos de COVID-19 por montones. Reberberellan los hospitales, adonde un día sí y otro también hay difuntos que lamentar.

No conformes con eso, nos avisan que hay que ponerse el cubrebocas para evitar los contagios y nos lo ponemos, pero en calidad de adorno para el cogote, en el mejor de los casos. Eso sí, en colores o bosquejos que hagan juego con nuestro atuendo diario o con nuestras aficiones, incluyendo diseños tan ruines como los que llevan los colores y emblemas del Club América… así, me van a perdonar, pero no nos podemos librar del castigo divino.

Para acabarla de acabar, algunos descubren que existe el polvo del Sahara —que llega a América desde hace siglos— y se planta la idea de que es más dañino que la carne de puerco.

Si la epidemia de COVID-19 no nos lleva con las patas por delante, nos va a llevar nuestra falta de educación, de información, y nuestro preclaro comportamiento rupestre y rústico.

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