En el estado de México estamos en el color naranja del semáforo de riesgo epidemiológico de COVID-19. Lo que quiere decir, en términos llanos, que seguimos en alto riesgo, pero que estamos “domando” la epidemia. Es decir, que vamos bien, pero todavía no salimos del agujero. Que ni tan tan, ni muy muy, sino todo lo contrario.
Y a la luz de la experiencia de varios estados del país que ya habían pasado a semáforo naranja, y los regresaron al rojo encendido, por elementos gachos, el arriba firmante sólo quisiera dar este mensaje: a ver de qué cuero salen más correas.
O avanzamos inmaculada y luminosamente al semáforo amarillo, o nos regresan, ominosamente y con mancha para nuestro currículo colectivo, al semáforo rojo. Esa es la disyuntiva. De por medio está el uso cotidiana y continuo del cubrebocas —ya quedamos que en calidad de mascarilla y no de adorno del pescuezo—, la sana distancia y el lavado constante de manos.
Porque no va a venir el presidente López Obrador a las docenas de Juan Camaney que andan vagando por las calles de Toluca a pedirles, previa advertencia de que los puede acusar con sus mamás y sus abuelitas —aunque algunos de ellos es notorio que son expósitos o huérfanos de madre—, que se pongan en cubrebocas. Ni lo va a hacer el gobernador Del Mazo. Tampoco el secretario O’Shea va a venir con un metro a señalar dónde está su sana distancia. Este es un asunto, mis estimados y bien entendidos cuatro lectores, una responsabilidad personal.
Claro, como dicen en mi pueblo: al que no ha usado huaraches, las correas le sacan sangre… pues a pesar de que supuestamente el pueblo mexicano aprendió muchísimas cosas en la pasada pandemia de la gripe porcina —o gripe AH1N1—, en realidad parece que no aprendimos ni la o por lo redondo. Pongo como ejemplo el saludo de mano o de beso: se suponía que sabíamos que en una pandemia de una infección respiratoria es un riesgo saludar de mano, de beso o de abrazo, pero muchos mexicanos van por la vida apapachando a todos sus vecinos y amigos, como si tuvieran inmunidad. O que nos teníamos que lavar las manos constantemente. O que debíamos practicar la tos y el estornudo de etiqueta.
Se nos olvida pronto. O lo queremos olvidar, porque es más fácil hacer como que no pasa nada, que responsabilizarnos de nuestros actos. Y no, no es sólo un comportamiento de los mexicanos. Está sucediendo en otros lugares en el mundo, donde los rebrotes han tenido como factor común en relajamiento de las medidas de seguridad sanitaria y un escaso monitoreo de casos por la parte de los sistemas de salud. Se han identificado aglomeraciones innecesarias sin sana distancia ni cubrebocas, como orígenes de los rebrotes. Pero también la falta de rastreo de los casos, que al ser menores en número podrían ser identificados como al principio de la epidemia, aislándonos, junto con sus contactos personales.
El riesgo es volver a una transmisión comunitaria.
De ella se desprende la posibilidad de la marcha atrás.
Ojalá me equivoque, pero pareciera que somos incapaces de aprender lo que ha ocurrido en otras localidades y estados. Hemos visto lo que sucede en Europa y en Estados Unidos. Reproducimos lo malo y omitimos las sanas prácticas. Para muchas cosas se dice que México es un pueblo sin memoria. No sólo de largo plazo, sino de corto plazo. Tan corta como 10 o 12 semanas. A ver si somos capaces los mexiquenses de dar una lección de mejoría. A ver de qué cuero salen más correas.