El arriba firmante participa en docenas de grupo de What’sApp. En casi todos hago corajes. Desde luego que no por los piolines que con perseverancia aparecen de forma periódica, sino básicamente por mi proverbial inclinación a mostrar el grado de sandez que me acompaña 24 horas, siete días a la semana.
En dos de estos grupos, con minutos de diferencia, llegó un video muy ilustrativo sobre el uso del cubrebocas. No, no era sobre cómo colocarse correctamente el aditamento del que algunos de nosotros ya tenemos una colección: N95, KN95, lavables, bicapa, tricapa, con válvula, sin válvula, de neopreno, con hilos de cobre, con visera incluida, con visera desmontable, con careta, sin careta, chinos, nacionales, bandana, paliacate, de marca reconocida, sin marca visible, calidad quirúrgica, desechables, reusables y, desde luego, en todos los tonos del espectro luminoso visibles al ojo humano.
El video en cuestión mostraba a un macuarro. Antes de que la Conapred y las buenas conciencias hagan su aparición, la definición de macuarro en el Diccionario del Español de México de El Colegio de México indica: “cualquiera de los ayudantes del maestro de un oficio, como los albañiles”.
Como decía, en el video aparece un macuarro al que un fulano, desde la ventana de un automóvil, conmina a ponerse correctamente el cubrebocas, que lleva colgado del pescuezo. El alarife en cuestión se niega. El fulano insiste, aludiendo a cierta autoridad “divina”. El albañil reitera su negativa y pone por testigos de su rechazo a sus partes pudendas. El fulano recurre al uso de la fuerza y mientras corta cartucho, le muestra una pistola tipo escuadra. El voluntariosamente negativo trabajador de la construcción cede por arte de magia, y se coloca de manera sumisa el cubrebocas en donde debería tenerlo, frente a la nariz y la boca.
Así termina el video. Del destino del albañil y del tirano empistolado no sabemos más. Aunque lo más probable es que una vez que el persuasivo fulano se retiró del lugar, el alarife en cuestión haya regresado el cubrebocas al cogote donde lo traía de adorno.
Estamos en medio de una amarga tragedia. Sí, me refiero a la era de la pandemia de Covid-19. Y sí, a los centenares de fallecimientos que día con día enlutan a numerosos hogares en el estado de México y la república mexicana. También a la angustia diaria de los que necesitan un auxiliar de oxígeno y a los que se forman por horas para conseguirlo, con la ansiedad de que su familiar sobreviva.
Paradójicamente, esta tragedia se previene con medidas sencillas, como el lavado constante de manos, uso del cubrebocas y mantener una distancia segura.
Parece que algunos compatriotas siguen sin comprenderlo. Aunque también el contagio sea tan sencillo que muchos ni siquiera saben dónde o cómo contrajeron la enfermedad llamada Covid-19.
En el estado de México, durante diciembre el promedio diario de fallecimientos fue de 103, según las cifras de la Secretaría de Salud federal. En lo que va de enero el promedio diario de muertes ya es de 154. Nos encontramos en el peor momento de la pandemia, peor que en junio o julio. Si alguien espera que las administraciones públicas hagan algo más de lo que hasta ahora han hecho, necesita de paciencia infinita —como con algunos grupos del What’s—.