El científico mexicano que busca descifrar el misterio detrás del poder sanador de la música

0
375

Sana, sana, colita de rana, si no sana hoy, sanará mañana. Desde hace siglos, la humanidad ha atribuido propiedades curativas, casi mágicas, a la música: desde las antiguas civilizaciones de Grecia y Egipto hasta las canciones que cantaban nuestros padres y madres después de que nos caíamos o nos raspábamos. ¿Es real el poder que tienen ciertas canciones para aliviar el dolor? ¿Puede convertirse en una alternativa para administrar menos medicamentos a los pacientes crónicos o en un tratamiento formal? Y si funciona, ¿cómo lo hace y por qué? Esas son algunas de las preguntas que han dado vueltas por la cabeza del neurobiólogo mexicano Eduardo Adrián Garza Villarreal durante los últimos diez años y un acertijo que la ciencia aún busca descifrar, por lo menos desde la década de los sesenta. “La música es algo que siempre ha sido parte importante de mi vida”, dice el investigador. “Y aquí hay una vía que podríamos atacar que nadie ha visto”, afirma.

El neurobiólogo mexicano Eduardo Adrián Garza Villarreal ha estudiado durante más de 10 años la capacidad de la música para aliviar el dolor, un acertijo que persiste en la ciencia desde hace décadas (Foto: Especial).

El interés moderno sobre las propiedades analgésicas de la música empezó, entre otras disciplinas, en el ámbito de los dentistas, especialmente preocupados por la ansiedad y el dolor que experimentaban sus pacientes, cuenta Garza Villarreal. El primer tramo de las investigaciones estuvo dominado por la música clásica, en buena parte impulsado por lo que más tarde fue llamado el efecto Mozart. A principios de los noventa, el investigador Alfred Tomatis aseguró que las piezas de Wolfgang Amadeus tenían la capacidad de influir en el comportamiento y el sistema nervioso e, incluso, curar casos de depresión.

La psicóloga Frances Rauscher publicó un par de años más tarde un estudio en la prestigiosa revista Nature, en el que sugería que escuchar a Mozart tuvo efectos positivos en el razonamiento espacial de 36 estudiantes. Los resultados llamaron la atención de los medios y de los políticos, pero cuando el interés se volvió masivo, el mensaje se simplificó: “escuchar a Mozart te hace más listo”. Otros artículos descartaron los hallazgos, dijeron que no había evidencia concluyente ni replicable y le pusieron la etiqueta de “neuromito”. En el ínter, Mozart se convirtió en un éxito de ventas 200 años después de su muerte, las tiendas de música crearon secciones exclusivas sobre el compositor y un par de gobernadores de Estados Unidos regalaron sus discos a cada mujer que diera a luz.

En lo que toca a las investigaciones científicas, no hay pruebas de que Mozart tenga particularmente un efecto en la percepción del dolor, pero sí hay decenas de artículos especializados que acreditan las facultades analgésicas de la música. “Nos dimos cuenta de que en realidad no importa el tipo de música, sino que influye más que te guste y que sea agradable para ti”, cuenta Garza Villarreal.

En 2014, él y su equipo reclutaron a 22 pacientes con fibromialgia, una afectación crónica que provoca dolor en todo el cuerpo y fatiga, y evaluó cuánto tiempo les tomaba caminar sobre una línea recta, dar la vuelta y sentarse, así como su propia percepción del dolor en una escala del 0 al 10 antes y después de escuchar la música. El experimento derivó en una playlist heterogénea que incluía a Los Tigres del Norte, Luis Miguel, José José, Vivaldi, Barry White, Pearl Jam, La Oreja de Van Gogh, Cat Stevens, Moby y Miguel Bosé, entre otros. Si al investigador le hubieran dado a escoger, habría elegido algo de metal melódico o quizás alguna canción de Tool o de Everything but the girl. Pero lo más importante es que los pacientes reportaron que bajó el dolor percibido y aumentó la movilidad de los pacientes.

“En este punto, sabemos que es un efecto real, que la música reduce el dolor”, afirma Garza Villarreal. El estudio de este efecto involucra varios obstáculos. “Todos sabemos qué es el dolor, pero cuesta más trabajo definirlo”, dice el científico. “Es algo muy subjetivo, muy personal, pero sabemos que existe”, agrega.

Puede parecer una discusión digna de un coloquio de Filosofía, pero es necesaria para librar escollos bien concretos: implica sensaciones físicas, estados emocionales y cognitivos, estímulos internos y externos. “La dualidad del dolor, lo sensorial y lo emocional, hace que sea algo muy complejo de estudiar, especialmente porque no hay métodos objetivos para medirlo”, escribe en un artículo de 2016. Existen múltiples propuestas de escalas sobre el dolor, pero la respuesta más efectiva sigue siendo la más sencilla: hacer preguntas como ¿cuánto te duele? o ¿duele más o menos?

Los otros obstáculos caen en el terreno de la neurobiología y neuropsiquiatría. Escuchar música no solo requiere de los oídos. El cuerpo tiene varias funciones para reconocer los sonidos, pero también varios procesos cerebrales y en el tronco encefálico que convierten esa información sensorial en nociones de tono, ubicaciones y volumen. La música, además, evoca memorias, induce estados emocionales y libera endorfinas, una de las sustancias que produce el cuerpo para aliviar el dolor y transmitir la sensación de bienestar. El dolor, desde su percepción hasta su modulación, es también sumamente complejo. “Hay por lo menos 20 partes de nuestro cerebro que lo procesan”, asegura Garza Villarreal.

Dicho esto, Garza Villarreal enlista que hay múltiples hipótesis de cómo la música puede aliviar el dolor. Se sugiere que la música puede actuar como distractor, como algo que genera placer, que relaja y libera dopamina u opioides endógenos (neurotransmisores que disminuyen el dolor), incluso se habla de un efecto placebo: sirve porque los pacientes creen que tiene un efecto positivo. En otro experimento, un estudiante en el laboratorio de Garza Villarreal intentó bloquear los receptores de dopamina y de neurotransmisores, pero la música de todas formas tuvo un efecto analgésico. “Mi teoría es que tiene que ver con varios factores”, señala. Resolver problemas matemáticos mentalmente ha sido aplicado para el mismo fin, cuenta, pero la mayoría de los pacientes prefiere simplemente escuchar música.

El debate gira en torno a cómo y por qué funciona este efecto. Todavía no se sabe con certeza qué partes del cerebro intervienen en el proceso. Una investigación, publicada este mes en la revista Science, analiza este fenómeno en ratones y cree tener respuestas de la conexión neurológica entre el dolor y la música. Un grupo de científicos de la Universidad de Ciencia y Tecnología de Hefei en China puso ruido blanco ―que es como el sonido de la estática de un radio― a ratones cada día durante 20 minutos y les inyectaron una sustancia que les infringía dolor en las patas. Cuando el ruido blanco estaba puesto a cinco decibeles más alto que el ruido de fondo, los roedores respondieron menos a los estímulos, pero eran mucho más sensibles cuando subían más el volumen. Lo más importante es que encontraron que la conexión entre la corteza auditiva y diferentes núcleos del tálamo, una parte del encéfalo que interviene en la regulación de la actividad de los sentidos, inhibía el dolor a través del sonido.

Garza Villarreal fue uno de los encargados de revisar el estudio y considera que puede ser un buen acercamiento para conocer dónde sucede exactamente el efecto de la modulación del dolor, una de las principales incógnitas. Pero es pronto para cantar victoria. Hay que tomar en cuenta las diferencias de cómo los ratones y los humanos procesan la música y los sonidos, por ejemplo, y hacer más estudios que refuercen esa hipótesis.

La relación entre el dolor y la música, sin embargo, ya no es la principal línea de investigación del neurobiólogo. Tras graduarse como médico cirujano por la Universidad Autónoma de Nuevo León (UANL) y obtener el doctorado en Neurociencias por la Universidad de Aarhus en Dinamarca, se encontró con que había poco interés por desarrollar el tema en el país. Obtuvo un trabajo en el Hospital Universitario de la UANL para estudiar infartos cerebrales. “Este tipo de estudios tiene poca salida en México, no conozco realmente a otras personas que se dedican a esto directamente en el país”, cuenta Garza Villarreal.

“Cuando llegué y les dije que me quería dedicar a esto me veían raro”, admite el investigador. “A algunos médicos se les hacía chafa o lo veían como magia negra”, comenta entre risas. En alguna ocasión, un científico más veterano le dio un consejo: separar lo que realmente le gusta y lo que le da de comer. Garza Villarreal actualmente trabaja como investigador asociado en el Instituto de Neurobiología de la Universidad Nacional Autónoma de México campus Querétaro estudiando adicciones. Aún colabora con un centro de investigación de Dinamarca en proyectos sobre música y dolor, y está por publicar un estudio sobre una mujer en Estados Unidos con dolor crónico que ha superado gradualmente su adicción a los opioides a través de la música. La crisis de los opioides se cobró cerca de 50.000 vidas en ese país en 2019, cinco veces más que 20 años antes, según el Instituto Nacional sobre Abuso de Drogas.

Más allá de Mozart o José José, Garza Villarreal aspira a que este campo de estudio marque una diferencia sustancial en la calidad de vida de los pacientes a partir de evidencia científica sólida. “Para mí, ese es el punto: el dolor crónico es horrible y puede llevar a varios pacientes al punto del suicidio”, apunta. Se podrían también disminuir los efectos secundarios de ciertos medicamentos a cambio de “una dosis de música”, agrega. Las publicaciones sobre música y medicina son cada vez más comunes, desde los tratamientos postoperatorios hasta la aplicación para enfermedades mentales y la musicoterapia, que aún busca su lugar entre las disciplinas con bases sistemáticas de conocimiento.

Comentarios

comentarios