Una regla no escrita en cualquier negocio es aquella que dice que “el cliente siempre tiene la razón”.
Y aunque esto no siempre es verdad, encierra la verdad más grande de lo que se conoce como servicio al cliente. En el mundo ideal, aclaro. Porque el cliente puede no tener la razón o pedir un despropósito, pero al menos hay que escucharlo y tratar de comprenderlo. Discutir está descartado. Mejor buscar soluciones o alternativas.
Pero cada cabeza es un mundo y me he encontrado con personas que atienden a clientes que ignoran esta máxima y lo que implica, además de que quieren vender una mercancía o prestar un servicio como ellos conciben que debe ser, sin moverse ni un ápice.
Me han tocado dependientes que se niegan a prepararme una torta sin jitomate —porque la receta lleva jitomate—, los que se molestan cuando me quieren vender algo en negro que yo quiero azul, los que se ríen, los que me regañan, los que no me venden porque no quieren hartas monedas, los que me ignoran, a los que les caigo mal de solo verme…
Esta semana me tocó el que se negó a venderme unos nachos en el cine. Aunque en este caso confieso que tuve el descaro de tratar de comprarlos en la dulcería de la sala vip, cuando iba a una sala tradicional. Y el argumento del dependiente —no sé cómo les digan en la cadena de cines de la familia Ramírez: asociados, vendedores…— fue precisamente ese: “¿va a sala tradicional o vip? porque si va a la tradicional, no se los puedo vender porque esos que tengo (cuatro en la vitrina), son para toda la tarde…”
Ni siquiera me ofreció palomitas como producto de consolación. Me tuve que ir con el rabo entre las patas. Rojo de pena. Sólo a mí se me ocurre creer en que el cliente tiene la razón.