¿Qué opinas de los políticos como Donald Trump que acostumbran utilizar lenguaje grosero o insultante para dirigirse a la población, tanto en discursos como en redes sociales? Pues aquí vamos. Resulta que, históricamente, tales formas de expresión se vinculan a figuras satíricas o revolucionarias que usaban la vulgaridad para ridiculizar élites y de esto parece hacer uso Trump a fin de conectar con sectores que perciben el formalismo político como ajeno, especialmente en contextos de crisis o descontento social. Por otro lado, el insulto funciona a modo de herramienta de viralidad mediática, por lo que le da una presencia importante en redes sociales. Trump hace de lo soez algo calculado.
Pero su conducta también muestra que carece de argumentos, normaliza el discurso de odio, degrada el debate público y exacerba divisiones sociales. Y queda claro que de diplomacia sabe poco o no le interesa usarla. Esto conduce a la polarización extrema, confrontación y deshumanización.
Ese accionar de Trump transmite a los jóvenes que la humillación es válida, debilita la autoridad moral para promover valores cívicos y genera una cultura de impunidad cuando lo esperable o correcto en un presidente es que tenga autocontrol emocional, sustituya los insultos por críticas constructivas y sea asertivo. En esta postura tendríamos que enojarnos de que se haga común la violencia verbal y hasta hacer denuncias de su carácter despreciable; indignarnos. En su lugar hemos llegado a catalogarlo como alguien disruptivo, bravucón, loco o carente de ética comunicativa.