No es un secreto: el presidente de la república, el mexiquense Enrique Peña Nieto, está en el nivel más bajo de aprobación de un mandatario federal desde que este indicador se mide y publica en la república mexicana.
La visita de Donald Trump y lo que le siguió, en vez de apuntalar al presidente Peña lo ha puesto en una condición todavía peor.
Redacto estas líneas unas horas antes de que el presidente de la república emprenda un ejercicio distinto de comunicación de su informe de gobierno, el cuarto de su administración. Sólo una vez que termine, estaremos en posibilidad de saber cómo fue recibido, qué tanto ha calado y qué calificaciones se le pueden asignar lo que se anuncia como una conversación con jóvenes destacados de todos los estratos, actividades y disciplinas.
Ahora mismo lo que hay que decir es que el presidente de la república va perdiendo la batalla de la imagen y de la comunicación. Y eso es responsabilidad de quienes lo asesoran, de quienes fijan las políticas en estas ramas, de quienes recomiendan, de quienes le hablan al oído, de quienes trabajan con él en Los Pinos, de quienes proponen el cómo y el qué. Porque el presidente no se encarga solo de estos menesteres, y quienes lo acompañan en asuntos como qué decir, cómo comunicar, qué imagen ofrecer, qué discurso ofrecer y hasta cómo acomodar los atriles —como en el reciente caso de Trump—, se han equivocado.
El que ha pagado los platos rotos es el presidente. Lo conozco hace casi dos décadas, es mexiquense, y personalmente esperaba un mejor desempeño. Pero llega a su cuarto año deteriorado, apabullado y pareciera que sólo, sin equipo ni lealtad.
Aunque el juicio de la historia falta, hoy el juicio de los mexicanos lo condena.