El arte antiguo de escribir cartas está casi extinto. Digo casi, porque debe haber algún nostálgico o nostálgica por ahí, que todavía envíe una carta o una postal con algunas palabras muy sentidas como “Saludos desde Acatita de Baján. Con mucho cariño”, seguidas de la fecha y alguna firma ininteligible para el común de los mortales.
Ahora preferimos enviar un guats, usar el telegram o en casos en los que se requiere algo más oficial o extenso, utilizar el correo electrónico.
Apuesto a que mis cuatro informados lectores ignoran dónde se encuentra en buzón de correos más cercano a su domicilio. Y si lo saben, será por un asunto de cultura general, no porque lo hayan utilizado en los últimos años.
Cuando alguien despacha por correo una postal, casi siempre se olvida del hecho, hasta que en algún momento de la vida —por azares del destino, falta de tema de conversación o simplemente por incordiar— le pregunta al destinatario si recibió la bonita imagen del jardín principal de Champotón. Desde luego que en la mayoría de los casos, transcurridos varios meses del envío, nadie sabe dónde quedó la postal y los 25 pesos gastados en timbres con imágenes de la cabeza olmeca o el águila estilizada seguida de la leyenda “México Exporta”.
Si me permiten decirlo llanamente, el correo en México es lo más cercano a la ineficiencia.
Si de algún documentos físico de importancia se trata o de algún paquetes, ni hablar. Cualquiera en sus cinco sentidos busca a la empresa de mensajería más cercana para enviar lo que sea a cualquier punto de la república mexicana o del extranjero. Casi nadie le confía una carta, un oficio o una mercancía al servicio postal mexicano.
La fama adquirida por el servicio de correos es más mala que la carne de puerco. Fama que se ha ganado a pulso. Hasta el notificador menos experimentado sabe que poner en manos del correo mexicano una carta oficial conlleva un riesgo de que nunca llegue a su destino o lo haga pasados varios meses del plazo perentorio.
Claro que esa ineficiencia no se concretó de la noche a la mañana. Fueron muchos años de trabajo denodado y tesonero para dar al traste con el servicio postal. En el pasado no muy lejano, cualquier escolapio de medio pelo aprendía en qué parte del sobre se anotaba el remitente y en dónde el destinatario, de acuerdo con los cánones propios de los carteros. Hoy esa ciencia es completamente inútil. Los servicios de mensajería proveen de etiquetas y el comercio electrónico las genera de forma automática. Además, desde luego, de la posibilidad rastrear la carta, oficio o paquete casi en tiempo real, mientras es manejado en algún centro logístico de Cuerámaro o Sombrerete.
Pero nunca falta el tarugo. El arriba firmante, por ejemplo. Desde febrero perdió la noción del paradero de una mochila que el Servicio Postal de Estados Unidos entregó a su similar mexicano. Nomás han pasado tres meses. Tengo la esperanza de que llegue para las navidades del 2025.