Crónica: La vigilia por la gasolina

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La noche del viernes Toluca no duerme. La madrugada tampoco. Los automóviles circulan como si fuera pleno día y se ve gente caminando con la normalidad de la luz diurna.

La conversación gira en torno a la gasolina. Todos se preguntan dónde hay combustible. Hay grupos de Facebook y cuentas de Twitter creadas ex profeso. En Whatsapp la pregunta es la misma.

Esperanza desolada

Hay autos formados desde la tarde del viernes en las estaciones de servicio. Los conductores están dispuestos a permanecer el tiempo que sea necesario para conseguir unos litros de combustible.

Los avisos y las publicaciones se reproducen de manera solidaria. La gente se levanta de madrugada porque un amigo, un pariente, un conocido, acaba de avisar que llegó una pipa cargada del anhelado combustible a una gasolinera en particular. Allí, desde la interminable fila, se produce el aviso: hay gasolina.

No importa la hora, si el informe es cierto y confiable, hay que salir en pos del bien más escaso de Toluca.

Bien abrigados, porque el termómetro marca 6 grados, caminan también los que garrafón en mano buscan unos pocos litros para echar a andar de nuevo su automotor. No importa la hora ni la vigilia. Tener gasolina lo exige.

Tampoco se detienen los vendedores. Hay tortas, agua, cigarrillos. Pasar el tiempo con el automóvil en una fila que por angustiosos minutos se detiene por completo, requiere algo que llevar al estómago. Cuando avanza unos metros, los rostros lívidos y descompuestos se serenan, pero no pierden el ceño fruncido, la boca apretada y los ojos angustiados.

Personas de todas las edades. Jóvenes con el sueño en la cara. Mujeres con expresión pensativa. Hay silencio. Mejor dicho, un rumor sordo como el del roce en el piso que quien se levanta de madrugada sin querer hacer ruido, pero no lo logra del todo.

La vigilia por la gasolina es la misma en cada estación de servicio, pero se vive diferente cuando el rumor se extiende: se acabó la gasolina; la próxima pipa llegará en unas horas. Esperanza desolada. Resignación para permanecer estacionados a unos metros del surtidor de gasolina.

La vigila por la gasolina se vive con una media sonrisa cuando el avance no se detiene. Un par de metros se suman a dos más. La gasolina está cada vez más cerca. Con el bidón en mano, en la fila se cuenta una y otra vez cuántas personas están adelante y cuántas van detrás: la mujer de pelo teñido y pantalón rosa afelpado lleva dos garrafones, el sexagenario de chamarra café sólo uno, el largirucho de pants negro y chanclas —que parece recién levantado—tiene en mano un envase de color naranja.

Ya en la manguera despachadora el garrafón de 20 litros se queda decepcionado, porque sólo recibe el equivalente a 100 pesos. “Se los llenábamos —relata un despachador unos metros adelante, en la siguiente bomba verde—, pero nos dimos cuenta de que los vendían aquí a la vuelta”, y hace el ademán con el que aparece en la mente la esquina y el intercambio de billetes y gasolina.

Huachicoleo de cuello blanco

En el uniforme verde reglamentario, del que sobresale el cuello de una camisa rosa y una bufanda a cuadros, el despachador opina sobre el “huachicolazo”, como lo hacen millones de mexicanos más. Aunque lo hace con conocimiento de causa, como quien sabe los tejes y manejes que han hecho que decenas de gasolineras se queden sin abastecimiento: pero no era huachicol, explica, lo que pasa es que llegaban las pipas “pero haga que cuenta que las surtían allí mismo, pero en la manguera de atrás”. Lo que han bautizado como el “huachicoleo” de cuello blanco. El frío de la madrugada cala en el rostro ajado y los ojos rojos de quien no ha dormido en lo que va de la noche que pronto se convertirá en mañana. El desvelo no hace mella. El ayuno de sueño trae ese especie de claridad que algunos llaman lucidez: “Lo que hizo el abuelito —dice en referencia al presidente López Obrador— está bien, pero mejor lo hubiera hecho estado por estado, aunque se hubiera llevado un mes”.

Las cuatro o cinco filas de bombas están atestadas de vehículos. El cielo está oscuro pero el sonido del líquido pasando por la manguera no se detiene. Los despachadores sonríen con los fajos espesos de billetes en las manos callosas. “Aquí sí llegaron a comprar, pero es que así se las ofrecían de Pemex. Cuando el dueño se enteró regañó al contador, pero pues es que venía de allí mismo”. El contador de los litros que van de la manguera al depósito del automóvil avanza sin detenerse: 22, 25, 40 y la bomba sigue regurjitando con un runrun continuo que se oye a gloria y que se traduce en dos billetes nuevos que cambian de mano.

El carro enciende con un retintín y la aguja marca tanque lleno. El pecho oprimido y sombrío se libera del peso de la aflicción. De la sombra nocturnal arde gesticulando una risita malcontenida. Primera velocidad y un par de horas antes de amanecer la noche en vela se vuelve vigilia de la normalidad: “Ya aquí se está normalizando todo —dice el despachador—, nomas falta que surtan a las demas”. Toluca no duerme en un carrusel de autos que van y vienen; en pasos apurados y recipientes vacíos con afanes de colmarse del sabor dulzón de gasolina.

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