Ayer jueves se cumplió un año de que se informara oficialmente de la muerte de la primera persona por COVID-19 en México.
Hoy nos encontramos ante una cifra que no resulta menor viendo los pronósticos de seis mil personas que fallecerían: han muerto hasta ahora 196 mil; es decir, 534 al día, 22 cada hora, en cifras cerradas.
El cálculo del subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell erró en más de tres mil por ciento. Es entendible que era una crisis, que su magnitud estaba fuera de proyección, que no se contaba con un sistema de salud fuerte en México para responder a la demanda. Pero para cada familia que se quedó sin uno de sus integrantes, la percepción es otra. De falta de responsabilidades, de capacidades, de apoyo y de orientación.
No vimos como en otros países a gente morirse en las calles o una sobresaturación de los servicios hospitalarios, pero es innegable que las respuestas para dar servicio médico fueron tardías o nulas, que ha habido gente formada horas para conseguir un tanque y oxígeno y que incluso algunos fueron objeto de fraude por ello. Tampoco olvidemos los casos no registrados.
Al final de cuentas queda el dolor de la pérdida, el resentimiento por lo que se pudo hacer. Por lo que se pudo hacer bien.
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