El pasado fin de semana fue coronado Carlos III de Inglaterra como monarca del imperio británico.
Se trató de una ceremonia del boato, la ostentación y la pompa a la que nos tiene acostumbrados la monarquía constitucional británica. Una ceremonia toda garigoleada, que no le pide nada a lo más adornado de lo churrigueresco: dorados por aquí, armiños por alla, capas multicolores, sombreros suntuosos adornando recargados peinados de las leidis de diversas nacionalidades, trajes con remembranzas medievales, uniformes militares con sus respectivas medallas por “ténme acá estás pajas”, recamadas túnicas y unas coronas así de grandotas, llenas de joyas aparatosas.
Esas muestras de la fastuosidad de la monarquía. Solaz y esparcimiento de miles de británicos y de espectadores de todo el mundo que atestiguaron la singular ceremonia. 18.8 millones de personas sintonizaron las televisiones del Reino Unido, con un pico máximo de 20.4 millones, según datos de la cadena de televisión británica BBC. En el mundo entero, los datos periodísticos apuntas a que hubo algo sí como 300 millones de espectadores en vivo y en directo. Nos guste o no, la realeza tiene una alta cifra de audiencia.
La monarquía tiene sus seguidores. El arriba firmante, en la Gran Bretaña, es monárquico y está de acuerdo con esa forma de gobierno y el papel que juega el monarca como elemento de unidad desde “la pérfida Albión”. De este lado del Atlántico, el arriba firmante es enteramente republicano y le causa escozor un rey como Carlos III. Ustedes perdonen, uno puede ser monárquico o no —como diría Marx, Groucho: “estos son mis principios, y si no le gustan, tengo otros”—, todo depende de las circunstancias.
De este lado de mundo hubo muchos ofendidos con la ceremonia. Con las expresiones de opulencia que les parecen insultantes, ante un mundo en el que la pobreza campea. Su revisionismo ni siquiera intenta entender; sólo juzgan desde su posición doctrinaria.
Acá no entendemos la razón de ser un rey o reina, sea inglés, danés, sueco, árabe, japonés, marroquí, tailandés o español. Allá no les parece nada extraño. En ese régimen han vivido siglos y aunque existen expresiones contrarias a ese tipo de forma de gobierno —hay corrientes republicanas en la Mancomunidad Británica—, la figura del monarca sigue siendo de capital importancia. A los americanos, que abandonamos toda idea de imperio, emperador o rey, hace 150 años, nos parece una forma de gobierno agotada, esclerótica y fuera de lugar. Necesitaríamos ser británicos para entender el furor de miles de personas en las calles para vitorear al nuevo rey. Salvo algunos republicanos, que se pasaron unas horas en prisión por intentar protestar a la par de la coronación, la mayoría de los súbditos de Carlos III ni se plantean la disyuntiva de monarquía o república.
Tampoco deberíamos hacerlo los de nacionalidades distintas a la Mancomunidad Británica. Es cosa de ellos. Es la famosa libre autodeterminación de los pueblos.