El sector restaurantero está desesperado. El sector inmobilliario también. Lo mismo que las distribuidoras de automóviles. Como muchos otros más que han resentido los efectos de los cierres decretados por el gobierno del estado de México, en consonancia con el gobierno de la Ciudad de México.
Pero esta vez el sector restaurantero tomó las calles. Un “cacerolazo” —que hizo recordar la crisis argentina— fue el medio a a través del cual los empresarios y empleados se hicieron escuchar. En mayo pasado, la Cámara Nacional de la Industria de Restaurantes en el estado de México calculó sus pérdidas en 12 mil millones de pesos en dos meses.
Las de diciembre y enero se cifran en 36 mil millones. Es lo que vendían los restauranteros mexiquenses y dejaron de ingresar a sus cajas por el aumento acelerado en los contagios de Covid-19, traducidos en una ocupación hospitalaria del 83 por ciento.
“O abrimos o morimos”, es el clamor de un sector que dice estar en fase terminal, sin oxígeno, sin respirador y al garete.
A diferencia de otras naciones: en España, por ejemplo, donde la pandemia es tan grave como en México —aunque con menos muertos y hospitalizados— los restauranteros abren en horarios y aforos perfectamente delimitados. Además, el gobierno español obligará a los propietarios de los locales a reducir a la mitad el alquiler de los bares y restaurantes más afectados por la pandemia de Covid-19.
En México, no hay apoyos, pero tampoco hay capitales que aguanten mantener cerrado un negocio durante la tercera parte del año o operarlo con ventas mínimas a través de aplicaciones y pagando altas comisiones.
En cuatro semanas, no existe evidencia de que el cierre de los restaurantes haya traído consigo una disminución en los contagios. Mientras, languidecen de inanición.