El gobierno, en especial sus áreas de seguridad, han recibido ya demasiadas llamadas de atención, pero no parece enterarse.
El asesinato de cuatro asaltantes —según la Procuraduría General de Justicia del Estado de México— es el más reciente.
Antes, ha habido sonoros casos de linchamiento, resonantes casos de asaltantes muertos a manos de justicieros anónimos, fragorosos casos empresarios que repelen a balazos a los criminales. Y otros menos espectaculares, pero no menos preocupantes decisiones de los ciudadanos de a pie, como la ya tan común contratación de personal de seguridad privada o la tan extendida instalación de cámaras de videovigilancia.
Unos más escandalosos que otros, pero estos hechos tienen el mismo origen: la inseguridad.
Aunque los altos funcionarios de las áreas de seguridad de los gobiernos no parecen haberse dado cuenta de estas llamadas de atención, del clamor general en demanda de tranquilidad y paz, de la razonable y sólida petición de que hagan el trabajo que les corresponde.
La cuestión no es si el crimen ha rebasado al gobierno, sino en qué medida el gobierno ha permitido que la criminalidad genere un ambiente de intraquilidad, desazón, hartazgo y desesperación, donde cada vez son más constantes los sucesos en los que los ciudadanos enfrentan al criminal, poniendo su vida de por medio. Sin que el gobierno haga la parte que por obligación le corresponde.
El gobierno ha hecho oídos sordos. Quizá por eso las llamadas de atención son cada vez más violentas.