Pantone 1805

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Corría el 30 de septiembre de 1990 y la historia agarró al escritor hispano-peruano Mario Vargas Llosa participando en el foro “La Experiencia de la Libertad” y la mesa redonda “La libertad y la democracia en América Latina”, organizada por Televisa en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara.

Ahí Vargas Llosa acuñó una de las frases por las que más se le recuerda en México en la época del priismo más sólido y poderoso: “México es la dictadura perfecta. La dictadura perfecta no es el comunismo, no es la Unión Soviética, no es Fidel Castro, la dictadura perfecta es México.” 

Si San Google y las crónicas de la época están en lo cierto —y lo están— la frase completa fue: “No creo que se pueda exonerar a México de esa tradición de dictaduras latinoamericanas. Creo que el caso de México… encaja en esa tradición con un matiz que es más bien el de un agravante. México es la dictadura perfecta. La dictadura perfecta no es el comunismo, no es la URSS, no es Fidel Castro. La dictadura perfecta es México… Tiene todas las características de una dictadura: la permanencia, no de un hombre, pero sí de un partido que es inamovible”. Luego agregó que era un sistema de dictadura que había reclutado eficientemente al medio intelectual, con sobornos sutiles a través de trabajos, nombramientos o cargos públicos.

En estos días en que se están desmantelando algunas de las estructuras “autónomas” creadas por los regímenes anteriores, como el Instituto de Transparencia, el Instituto Federal de Telecomunicaciones, la Comisión Federal de Competencia Económica o el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, el arriba firmante está cada vez más convencido de que desde el sexenio pasado el país está dando pasos de regreso a aquella época que algunos añoran —y otros ignoran— en los que un partido hegemónico controlaba absolutamente todo. Las elecciones formales eran parte de eso… como las recientes elecciones judiciales.

Aquel partido, del que solo quedan rescoldos —aunque se nieguen a aceptarlo— se veía a sí mismo como democrático y en la práctica impuso su control absoluto mediante un sistema corporativo. Toda proporción guardada, y a la espera de lo que ocurra en el futuro, el régimen actual ha ido construyendo algo a imagen y semejanza de aquella época en la que todo se pintaba de tricolor. En las cámaras legislativos el tricolor se imponía con apenas atisbos de oposición… en juzgados, tribunales y la Corte, las definiciones se inclinaban hacia donde soplaban los vientos oficialistas; las funciones y facultades del Estado se concentraban en el Ejecutivo y todo —o casi— era una especie de apéndice.

Salvo su mejor opinión, nos encaminamos de nuevo hacia el monolito aquel, que no va pintado del tricolor de la bandera nacional, sino de un “rojo vibrante”, que prefieren denominar pantone 1805. Sólo el tiempo dirá si es otra versión de la “dictadura perfecta”.

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