Santiaguito y el otro encierro

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Las filas detrás de las rejas verdes del acceso a Santiaguito, son siempre largas. Mientras avanza la mañana, crecen más. Llegan, sobre todo, mujeres jóvenes, con bolsas repletas de ropa, zapatos, agua y comida, ataviadas en rebozos, cobijas y chamarras gruesas para sortear el frío de la madrugada de cada sábado… pero llevan dinero para sortear, también, la corrupción. Las visitas al penal estatal, son siempre así.

Las horas de espera comienzan antes de las 6:00 de la mañana, previo a que claree el día.

El penal de Santiaguito (Foto: Especial).

Este fin de semana fue especialmente frío. En las filas se la gente apenas dejaba ver la mitad de los rostros, para aminorar el aire y el frío físico, porque el del alma ahí seguirá. Las pláticas entre desconocidas son permanentes. Es el mejor remedio para la espera.

En esas filas están Gabriela, Claudia y Francisca, separadas por edades y lugares de origen, pero unidas por el encierro de sus hijos y esposo.

Durante su última visita, Gabriela tomó el taxi de su casa a las 4:30 para llegar a tiempo a la terminal de Observatorio en la Ciudad de México, para arribar a Almoloya y llegar antes de las 7:00 a Santiaguito. Busca ingresar en el primer turno. Desde hace un mes cambio su vida y esa es su rutina de cada fin de semana.

“Mi esposo fue ingresado hace un mes y cada sábado vengo a verlo, es tardado, por eso salgo en la madrugada de mi casa para entrar en el primer turno, pero esta vez no se pudo, tengo que esperar hasta el siguiente”, explica la joven.

Revela que son muchas horas de espera en las filas, también en los filtros con los custodios que remueven hasta la sopa.

Su esposo fue detenido por una supuesta falsificación de documentos, pero asegura que no le han probado nada. Confía en que pronto se acaben las esperas en las filas de acceso a Santiaguito y poder continuar con el matrimonio que apenas iniciaba.

—Ya casi va a salir porque no hizo nada, —confirma Gaby, mientras se frota el vientre de sus pocos meses de embarazo.

En la misma fila de la ventanilla de Trabajo Social, está Claudia, ella es originaria de Amatitán, Jalisco. Lleva dos años en este, lo que ella le llama, un suplicio. Este sábado fue especial, porque su hijo Jonathan cumplió los 23 años. A los 21 lo detuvieron en un retén en Toluca cuando se dirigía a la Basílica de Guadalupe a llevar una manda.

“Vengo cada cinco meses, cada siete meses, según alcance dinero, porque está largo el tramo, hasta que juntamos lo necesario”, platica Claudia, con su tono del bajío que le permite ser clara y firme.

También acepta conversar mientras espera el segundo turno.

Revela que el dinero que junta cada cinco o seis meses –unos cinco mil pesos- se escurre como agua en una visita a Santiaguito: hay que pagar pasajes con boletos de ida y vuelta para ella y su esposo, la comida, ropa y zapatos para Jonathan y guardar unos quinientos que entrega a su hijo para vivir al interior del penal.

—¿Todo eso lo ocupa su hijo adentro? —La verdad no, es para pagar la extorsión, denuncia Claudia.

La difusión hecha por la agencia de noticias MVT en octubre de 2017 de una serie de videos sobre hechos de tortura al interior del penal de Neza Bordo, desnudó la corrupción, extorsiones y tortura a la que someten las mafias al interior de los penales a los reos.

La banda de El Tatos, Luis Alberto González Nieto, un criminal de 31 años de edad que ha pisado 12 cárceles mexicanas, es una de las dedicadas en penales mexiquenses, a cobrar rentas, protección y ejecutar torturas en contra de los presos.

Esas historias las conocen Claudia y Gabriela. El temor encajado en sus rostros se revela mientras charlan.

“Cuando quieren los custodios nos dejan pasar todo, pero a veces hay que dar unos billetes para que accedan; no les conviene que metamos todo para que uno consuma en las tiendas del penal, todo se mueve con dinero, es lo único que compra una porción de igualdad”, asevera Claudia de los pequeños monopolios que crean en las tiendas de Santiaguito.

El cumpleaños de Jonathan lo celebraron con unas gorditas de elote, unos frijoles refritos, tamales de Jalisco, que Claudia preparó especialmente, y un refresco de cola tamaño familiar.

La libertad esperada como regalo de cumpleaños no llegó para Jonathan, a cambio la sorpresa para su hijo fue un pequeño pastel que le compró en Toluca. Por lo menos para ahuyentar la tristeza y desesperanza por la ausencia de la justicia que tendría que haber llegado en septiembre pasado cuando saldría libre, pero revocaron la sentencia.

“Se han ensañado con él, ya no tiene ni abogado, está una abogada de oficio pero no ha resuelto nada, los policías que lo detuvieron no vienen a testificar y ya no hay para cuando salga mi hijo”, recrimina, en el intento de continuar con la vida, sin pensar en el encierro de su hijo desde el 19 de noviembre de 2015.

Poco a poco el mal clima da tregua a los que esperan del otro lado de los muros. A las 9:00 aparecen los primeros rayos de sol y las mujeres se van desprendiendo de las cobijas y rebozos. Pero la espera continúa.

Los primeros filtros inician con mostrar la credencial de familiar que concede el penal, después a ocupar el lugar en las filas, recargados en las paredes frías frontales de Santiaguito. Claudia y Gabriela se despiden, se apresuran a formarse.

El acceso es un ir y venir de mujeres, esposas, madres e hijas, sobre todo ellas, pocos hombres. Las más fieles. Con niños en brazos, la mayoría jóvenes, que previo al ingreso se delinean un poco los labios y se acomodan el cabello para verse presentables. Sonríen con una mueca discreta para evitar ingresar la tristeza.

Junto a un morral cargado de comida y una maleta con ropa espera Francisca. Las grietas del rostro que a fuerza de la tristeza muestra a una mujer de más edad de la que tiene. 

Ella llega cada sábado desde San Mateo Atenco a ver a su hijo detenido hace un año ocho meses. Tuvo la mala fortuna de trabajar de mesero en un bar donde una noche se hizo un operativo por supuesta venta de droga.

“Esta vez le traje su chilito verde con pollo, un poco de pan y lo que le antoje se lo traemos, porque adentro la comida es muy fea”, enlista, sabe que hay privaciones del alimento en los penales y que su hijo no comería si ella no se lo llevara.

—¿Y siempre puede pasar todo?

—No, a veces no pasa y lo regresan, sobre todo la fruta, —dice la mujer de la tercera edad, sobre esos sorteos y azares para ingresar alimentos al penal.

Entre los artículos que enlistan las familias como inaccesibles son la fruta –sobre todo las que tienen hueso–, libros, discos y ciertos alimentos. No todo es lo que marca la norma, sino la ley de la oferta y demanda de las tiendas internas.

Junto a las filas en las que siempre se miran repletas las bolsas tipo costal harinero, Francisca explica que en su mayoría es por la ropa que llevan a lavar cada semana, porque el uso de los lavaderos de Santiaguito para los reos, es costoso, es una de las cuotas que son difíciles de pagar.

“Todo es dinero acá adentro (en Santiaguito), a mi hijo le dejo para sus gastos, porque siempre se anda enfermando del estómago”, revela Francisca como reproche de lo que ocurre en el sistema carcelario mexicano.

Las convivencias al interior son hasta las 16:30 horas, cuando la mayoría de familias comienzan a retomar las filas para salir del penal. Las horas se van rápido, coinciden Francisca, Gabriela y Claudia.

—¿Y en qué ocupan las horas de visita? La respuesta es obvia y la pregunta parece no tener sentido, pero se les hace para comprender esas horas de convivencia que tienen las tres mujeres con sus familiares.

Francisca aprovecha para conversar sobre cómo va el proceso con su hijo, y darse ánimos. Abrazos y servirle su pollo y otras tortillas. De hablarle de sus hermanos y qué novedades hay en el pueblo.

Claudia deja correr las horas en abrazos a su hijo por el cumpleaños 23, también en partirle una rebanada del pastel que llevó, medio cantarle con su tono sureño las mañanitas e imaginar por un momento que está con él en Amatitán.

Mientras que Gabriela ocupa el tiempo para charlar con su esposo en los planes a futuro y el próximo nacimiento de su primer bebé. Contarle sobre las consultas al médico y los dolores que se sienten cada vez con más frecuencia. La joven pareja tiene esperanza en que sus planes se cumplirán.

A las afueras de Santiaguito cada sábado, todo asemeja a un tianguis, con un ir y venir de marchantes. Al caer la tarde cuando las familias se van, todo vuelve a la normalidad, y el panorama crudo del penal retorna.

Sólo sobresalen nuevamente las torres de la cárcel y ese silencio amargo que alberga detrás de sus bardas, a la espera de otro día de visita.

El infierno de la soprepoblación 

En el territorio mexiquense, existen 21 penales estatales, los cuales fueron planeados para albergar a nueve mil 964 reos, pero hasta 2017 había 27 mil reclusos, lo que refleja un 169 por ciento de sobrepoblación. Un infierno de cuerpos humanos tras las rejas.

Según los datos del Órgano Administrativo Desconcentrado de Prevención y Reapdaptación Social (OADPRS), el sistema carcelario del Estado de México ocupa el segundo lugar a nivel nacional en sobrepoblación.

Entre los penales con más problemas están los de Ecatepec, Tlalnepantla, Nezahualcóyotl, Chalco y el penal de Santiaguito, ubicado en Almoloya de Juárez.

Este hacinamiento provoca que las cárceles mexiquenses, se conviertan en la trinchera de las mafias y los cárteles de la droga.

Las mismas condiciones generan falta de atención médica, que abarca 12 por ciento de las quejas que se reciben en total al año en la Comisión de Derechos Humanos del Estado de México (Codhem).

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