Suplicio carretero

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En esta temporada del año un titipuchal de gente sale a carretera para pasar las festividades navideñas con la familia o amigos.

Y aquello se convierte en una sucursal del más refinado suplicio. Por muchas razones. La primera y más importante es que ese titipuchal —el Diccionario Breve de Mexicanismos de Guido Gómez de Silva señala que es palabra de origen náhuatl, cuyo significado literal es “montón de cosas negras”. De tliltic, cosa negra [de tlili ‘tinta, tizne, negro’] y potzalli, montón de tierra. En lengua española significa “multitud, muchedumbre, gran cantidad”— se desborda. ¿De dónde salen tantos mexicanos y mexicanas de todos tamaños, colores y sabores? Quién sabe. El caso es que aparecemos alegremente por las carreteras, metidos en vehículos de todos los tipos y modelos.

Carros chicos y grandes, modelos recientes y verdaderas tartanas, vehículos de dos, tres, cuatro o veinte ruedas avanzan raudos y veloces o pesados y lerdos por las carreteras nacionales.

La segunda es que el tamaño de la infraestructura se queda corta. La mayoría de nuestras carreteras fueron diseñadas y construídas hace algunas décadas, sin pensar en el crecimiento de la población nacional y menos en que el acceso a los vehículos a motor se iba a democratizar.

En las carreteras se ven autos que pasan con segundos de diferencia y a centímetros. Y las casetas de cobro se vuelven insuficientes, con filas más largas que la época de la cuaresma porque a los directivos de las concesionarias privadas, de Banobras o de Caminos y Puentes Federales de Ingresos y Servicios Conexos se les atrofia el cerebro y no abren todos los carriles de cobro, además de que los desesperados conductores tienen a bien habilitar el arcén como un segundo, tercero o cuarto carril, logrando que lo que ya es un caos alcance la cúspide del desgarriate.

Otra más es que esa democratización del acceso a los automotores es inversamente proporcional al conocimiento y capacitación para manipular los vehículos. Hay conductores que tienen experiencia y un conocimiento profundo para manejar en carretera, y otros que ponen las manos en un volante a la buena de Dios, con temeridad y osadía. Así, aparecen con sus autos último modelo, a toda velocidad, y sin saber para que sirven las luces direccionales —van todo el camino con la direccional izquierda parpadeando, con la idea fija de que eso significa que van rebasando permanentemente—. O ignorantes de cómo se usan correctamente las luces de carretera —las luces altas—, y encandilando con singular alegría a los demás. O en automotores que deben tener la edad de Matusalén, empeñados en conducir por el carril de alta velocidad. Pura cosa bonita.

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