A estas alturas del calendario y de los acontecimientos recientes en la república mexicana, es ineludible tratar el tema de la inseguridad ya violencia relacionada con el crimen organizado.
Mis estimados y espabilados cuatro lectores adivinan ya que el tema tiene que ver con el asesinato del alcalde de Uruapan, Michoacán, Carlos Manzo, y los constantes hechos criminales de alto impacto que azotan a la república mexicana —y de manera especial en estados como Guanajuato, Sinaloa, Baja California, Tamaulipas y Guerrero, pero también en el resto del país—.
Sí, el asesinato del alcalde de Uruapan ha vuelto a sacudir a la opinión pública(da) y a la opinión popular. México entero se ha enterado del asunto. Y en general, le ha colgado toda clase de cualidades al fallecido presidente municipal —que seguro las tenía—, además de culpar al gobierno federal, presidenta incluida, y al del estado de Michoacán, empezando por el gobernador Alfredo Ramírez.
Pero el arriba firmante, en ese sentido anticlimático propio de él, se atreve a señalar que en unos meses el trágico y doloroso suceso habrá pasado página. Porque mis cuatro lectores recordarán perfectamente que en octubre de 2024, apenas unos días después de la asunción al poder de la presidenta Claudia Sheinbaum, fue asesinado el alcalde de Chilpancingo, Guerrero, Alejandro Arcos. Y el país también se cimbró, porque Arcos Catalán quería poner en marcha un proyecto de paz ciudadana y reclamó protección de las autoridades estatales y federales para él y su equipo. Según las investigaciones, el fallecido alcalde de Chilpancingo fue asesinado porque no quiso entregar cargos dentro de la estructura del gobierno municipal a personas relacionadas con la banda delictiva conocida como Los Ardillos.
Los reclamos para el gobierno estatal de Guerrero y para el gobierno de la república menudearon. Casi de modo semejante a lo que ocurre en este espacio temporal.
Seguro estoy que aquel asesinato del edil guerrerense ya estaba echando telarañas en la memoria. En el último año, en el sexenio del segundo piso de la cuarta transformación, han sido asesinados 10 presidentes y presidentas municipales. Según la organización Ciudadanos Observando, en el sexenio de Vicente Fox mataron a cuatro. Durante el gobierno de Felipe Calderón fueron 24. En la administración de Enrique Peña los alcaldes y alcaldesas víctimas de asesinato fueron 39 —la mayor cifra en un sexenio—. En el gobierno de Andrés Manuel López Obrador la cifra fue de 17. La suma es de 111 presidentes y presidentas municipales asesinados en los últimos 25 años. Este último año, los casos se concentran en Michoacán, Oaxaca y Guerrero.
La violencia criminal parece ser ya parte estructural de la sociedad mexicana. Llevamos 15 años de violencia sostenida: desde 2006, con el inicio de la “guerra contra el narcotráfico”, México mantiene tasas de homicidio superiores a las de casi cualquier país sin conflicto armado abierto. En la Encuesta Nacional de Victimización y Percepción sobre Seguridad Pública 2024, 65 por ciento de los mexicanos considera que la violencia “ya forma parte de la vida cotidiana”. En muchos municipios, las policías locales, gobiernos o ministerios públicos operan bajo influencia o control criminal. El lenguaje, la música, las redes sociales y los medios de comunicación han incorporado la violencia como parte de la identidad.
Por si eso fuera poco, el Estado ha perdido el monopolio de la violencia en varias regiones; en su lugar, operan órdenes híbridos entre autoridad formal y criminal.
No es poca cosa, pero mientras el modelo de seguridad y justicia siga siendo el mismo, el arriba firmante no ve por dónde pueda venir un cambio.
