Tirar la toalla

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A estas alturas del año la mayoría de quienes hicieron algún propósito para 2018 ya estarán en vías de abandonar.

Sea aprender un segundo idioma, bajar de peso, conseguir un estómago de lavadero, dejar de fumar, tener novi@, consumir agua en vez de refresco, terminar la tesis, regresar a la escuela, iniciar un negocio, organizar el trabajo cotidiano, comer frutas y verduras, salir a tiempo del trabajo —y un etcétera más largo que mis malos pensamientos—, ya en la recta final de enero es claro que nada de eso va a ocurrir.

Es hora de afrontar la realidad. Y abandonar, con la cara al sol y de manera digna, esos sueños guajiros que se formulan cuando se están engullendo las 12 uvas o cuando a unas horas de terminar el año ya pasaron por la garganta demasiados líquidos de la familia de los hidroxilos.

Se pueden abandonar esas metas de manera vergonzante. Es decir, con cierta dosis de timidez, al dejar de manera silenciosa, y hasta deshonrosa, el campo de batalla. Hacer mutis y dejar que la normalidad retome su curso.

O se puede abandonar de manera insolente. Con todo el descaro del mundo y hasta con cierta dosis de jactancia, presumiendo al mundo que no se pudo ni se podrá, pero que en realidad el propósito nos viene guango. Con cierta dosis de desdén.

Los pocos que continuarán con la nueva rutina, reciban una felicitación desde este espacio. No voy a decir que los admiro ni que son ustedes un ejemplo de persistencia y voluntad. No. Nomás son la excepción que confirma la regla, seres raros o exóticos.  Lo normal es tirar la toalla.

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