Por décadas hemos aguantado el contubernio de facto entre las autoridades y los concesionarios del servicio público de transporte de pasajeros.
La cohabitación entre ambos ha dado como resultado un servicio tosco, del que el eslabón más débil, el usuario individual, ha sido siempre el perjudicado. El que paga los platos rotos, llámense aumentos a la tarifa, autobuses en mal estado, taxis en condición pésima, operadores patanes y autoridades tibias.
La mañana de este miércoles no fue diferente: media docena de líneas del transporte urbano decidieron no prestar el servicio que tienen concesionado.
Y el gobierno, en vez de obligarlas a cumplir la ley —la fresquecita Ley de Movilidad, cuyo artículo 32 indica que el servicio no puede ser suspendido, ni siquiera interrumpido; véanlo en este enlace— y ponerse de la lado de la sociedad, justifica a los concesionarios. Los apapacha y encubre: que fueron sólo 400 unidades las que pararon, dicen.
¡Háganmela buena!: si fueron solo cuatro centenares de camiones, cuando se logre su cacareada meta de sacar de la circulación a 3 mil, la zona urbana de Toluca se verá vacía.
Ni los concesionarios ni las autoridades se han dado cuenta de que los mexicanos ya cambiamos.
Que de los primeros sabemos de lo que son capaces. Y de las segundas, que su credibilidad frente al ciudadano de a pie está perdida —y cuando tienen modo de recuperarla, prefieren voltear la vista—.
Las cinco horas de paro parcial de transporte de este miércoles 9 de diciembre han sido una extraordinaria forma de recordar el Día Internacional de Lucha contra la Corrupción: conchabados, amancebados… Ausencia gubernamental…