Una de las primeras cosas que seguramente hará la Cámara de Diputados del estado de México en cuando inicie un periodo de sesiones —ordinario o no—, será aprobar la creación de la Fiscalía General de Justicia del estado de México y darle cristiana sepultura, en la fosa común, a la Procuraduría General de Justicia.
La propuesta de una nueva instancia es positiva, sobre todo porque puede tratarse de una instancia transexenal, autónoma, con presupuesto propio, con independencia técnica, funcional y financiera para atender el servicio que está destinada a ofrecer: el de acceso a la justicia.
Porque independientemente del cambio de nombre, lo sustantivo será el cambio en la actitud de los “servidores públicos” que ahora conforman la Procuraduría y que estoy seguro que van a continuar en sus encargos. Si sólo hay un cambio de nombre, como ha ocurrido ya varias veces con la policía preventiva estatal, no podremos tener demasiadas esperanzas en que el acceso a la justicia se modifique para bien.
A mí me parece que hace falta es que el fiscal general sea un servidor público de elección popular —un modelo que no me parece mal es el de Tennessee, en los Estados Unidos, donde se elige a propuesta del Poder Judicial—. Ganaría en independencia y se vería obligado a rendirle cuentas a sus electores.
La experiencia y la historia reciente no nos da demasiadas esperanzas. Tampoco lo que ha ocurrido en los estados donde ha desparecido la Procuraduría para darle el lugar a la Fiscalía. Es que ahí está el vecino Morelos, donde la Fiscalía de ese estado se encuentra sumida en un bochornoso escándalo por la inhumación casi clandestina de un centenar de cadáveres, incluyendo algunos que ya estaban perfectamente identificados por sus familiares.
Me conformaría con que no herede la esclerosis de la Procuraduría y la soberbia e ineptitud de algunos de sus funcionarios.