En estos días aparecen, como cada años, los nombres de los ganadores de los distintos premios Nobel.
El de Medicina, el de Física, el de Química y el resto de los prestigiados galardones se anuncian en medio de las apuestas acerca de que si ganará fulano, sutano o perengana. Desde luego, para los mortales comunes y corrientes los premios Nobel de la Paz y de la Literatura son los más esperados, porque de Física no entendemos ni jota, en Economía ni siquiera comprendemos como la oferta y la demanda no han logrado que baje el precio de las gasolinas y en Química somos incapaces de recordar cuál es el símbolo del molibdeno.
Así que sólo nos queda maravillarnos —o fingir que los hacemos, gracias a que de nuestras clases de la secundaria o la preparatoria sólo tenemos memoria del apodo endosado al profesor en turno— ante los hallazgos de los científicos e intentar comprender lo que quiere decir la Real Academia de Ciencias de Suecia cuando premia las maravillas de la evolución de las enzimas microbióticas vectoriales o los avances en la campo de la óptica molecular electromagnética orgánica no lineal.
No así en el caso del Nobel de Literatura, que de inmediato convierte en un best seller al ganador, aunque la gran mayoría de los mortales con frecuencia sólo alcancemos a leer el resumen de la contraportada y dar por hecho que no es una lectura propia para nuestras escasas y poco entrenadas neuronas. Del Nobel de la Paz ni hablo porque desde que se lo dieron a Barack Obama tampoco entiendo de qué se trata.