Todos sabemos que en el estado de México las reglas de tránsito son de puro adorno. Están ahí, pero nadie las respeta ni las hace respetar.
Para el conductor, ciclista o peatón es más cómodo hacer una maniobra prohibida que cumplir con las reglas. Y lo hacemos constamentemente porque no hay nadie que nos lo impida.
Para el gobierno es más cómodo suspender las infracciones que cumplir con la ley. Y no sólo es más cómodo, sino que me atrevo a decir que es hasta cobarde.
Me dirán que se trata de un cálculo estratégico de los políticos en el gobierno: no se sanciona a nadie y, por lo tanto, nadie se molesta porque el gobierno ponga orden a punta de infracciones. Menos ciudadanos molestos significan menos razones para una antipatía o resentimiento que pueda afectar al partido en el gobierno.
Pero a la larga, allí donde la gente no ve la acción o el poder corrector del gobierno se da la anarquía. Lo que tarde o temprano se vuelve en contra de la llamada clase política.
Esto que comienza en lo pequeño —me estaciono donde quiero, circulo a la velocidad a la que se me antoja, cruzo la calle en cualquier parte, llevo la bici por la banqueta—, con el paso del tiempo, se prescinde de la autoridad.
Ya hoy, quien tiene el dinero suficiente tiene su propio cuerpo de seguridad que desdeña cualquier autoridad. Una costumbre que después es imposible de erradicar.
Y no, no estoy diciendo que para ser mejores mexicanos hay que respetar las reglas… Estoy diciendo que mientras el gobierno se hace a un lado y se ausenta, las normas de conviencia las pone el más fuerte. El gobierno se desaparece y mañana quién sabe si recupere la autoridad.