Dicen que la victoria tiene muchos padres.
Y que la derrota es huérfana.
Pero en el caso de José Antonio Meade —a quien la generalidad de los analistas serios e independientes vieron como desaprovechaba o perdía su oportunidad en el debate—, su estancamiento sí tiene progenitores.
Una, es su estratega Alejandra Sota. Otra, Alejandra Lagunes.
La primera, encargada de su estrategia de comunicación; la segunda, de su estrategia digital.
Ambas, a casi un mes de iniciadas las campañas electorales, incapaces de penetrar más allá del voto duro priista, aunque sus apologistas aseguren que el candidato Meade tiene la mayor intención del voto entre la porción de indecisos —que rondan el 20 por ciento del electorado, es decir, apenas 1 de cada 5—. Ambas, inhábiles para conectar fuera del círculo en el que se mueven. Ambas, indiferentes a los medios de comunicación, a los que desestiman. Metidas en una burbuja.
La elección presidencial es muy distinta a la del estado de México —cuya receta pretenden repetir— o de Coahuila. El entorno es diferente, pues mientras en el estado de México había una clara aceptación y aprobación del gobierno priista en turno, en la elección federal existe un alto rechazo y un grado de reprobación nunca antes visto.
El resultado del debate, su calificación posterior en todas las mesas de posdebate —menos en las plumas ya conocidas por simpatizar con Meade—, prueban que las estrategas del candidato —y quienes las recomendaron para esas tareas—, son responsables de que José Antonio Meade sea visto como un buen candidato, sí, pero perjudicado por el PRI, menoscabado en su credibilidad, y con escasa oportunidad de ganar.
Los debates están hechos para persuadir el votante. Y nadie debe haber terminado el debate con la idea de cambiar su sentido del voto y hacerlo en favor de Meade. Ni siquiera los llamados indecisos.