El panorama económico en México es muy parecido a la desolación.
Permítanme, mis cuatro estimados lectores, que el arriba firmante exagere un poco. El panorama es de tristeza, después de dos años y medio de pandemia de Covid-19.
Y el escenario también, puesto que los pronósticos de crecimiento son más bien pobres. El Banco de México, por ejemplo, recortó su expectativa de crecimiento del Producto Interno Bruto para este año al 2.2 por ciento. Los montos de inversión también han resentido una caída. El gasto gubernamental vive en medio de una política de astringencia. La economía nacional está dominada por la informalidad. La ingerencia del crimen organizado en las actividades económicas es cada vez más perniciosa.
Muy poco hay en el panorama que permita hacer pensar que la economía nacional —y por lo tanto la del bolsillo del mexicano de a pie— despertará del letargo y lo hará de forma animada.
El círculo económico está riesgosamente afligido: las empresas han enfrentado la pandemia de Covid-19 recortando gastos para mantener sus ganancias o simplemente sostener sus operaciones o evitar su cierre. Sus proveedores han resentido esta medida al vender menos. También han emprendido la política de recortes. El trabajador gana menos y por lo tanto gasta menos. El mercado no se recupera. Muy pocos recurren al financiamiento bancario, que es caro y sin condiciones que apunten al crecimiento. En algunos casos llega una segunda ola de recortes salariales o despidos. La economía se debilita aún más.
El gobierno, el único que tiene lana, se guarda el dinero: no invierte ni gasta. O invierte en proyectos específicos, en regiones concretas —como el Tren Maya—. Al estilo tecnócrata neoliberal, el gobierno busca el superavit presupuestal por encima de todas las cosas, bajo el nombre de “política de austeridad”.
El gasto del gobierno debería ser un motor de la economía. Nos guste o no. Eso ocurre en cualquier sitio, menos en México, donde los ciclos positivos de gasto gubernamental no generan crecimiento, sino concentración de la riqueza en grupos de poder público o político —emparentados con las empresas que reciben los contratos más jugosos o de mayor plazo—.
Además, la mayor parte del gasto público está comprometida legalmente a programas sociales, subsidios y transferencias, lo que genera que su peso e impacto sea más limitado de lo que debería. Mis estimados cuatro lectores deben sumar a este hecho, que abundan las ineficiencias, la burocracia y una lenta ejecución.
En donde el gobierno puede gastar con algo más de discresión, a la mitad del año todavía no es visible la ejecución de los dineros. El gasto gubernamental no ha funcionado como detonador de crecimiento.
No existe, ni en lo privado ni en lo público, señales de mejoría. Por el contrario, las expectativas van en picada.