La fe en los ciclos

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Los mexicanos tenemos una fe ciega en los ciclos.

Cuando llega un año nuevo, hacemos profesión de fe de nuestra fuerza de voluntad y juramos y perjuramos que vamos a bajar de peso… o dejar de fumar o hacer ejercicio o hacernos ricos o comprar la lotería o aprender inglés o cambiar de trabajo o votar por otro partido o aprender las artes de tocar el clavicordio o sumarnos a un culto new age o ganar el campeonato. O lo que corresponda a los propósitos de cada caduno —como dicen en el sur mexiquense—.

Y así nos pasa cuando llega el momento de cambiar de gobierno.

“¡Ahora sí nos va a hacer justicia la revolución!”, exclamamos, entre esperanzados y ciertos de que el puro cambio de administración transformará las cosas.

Ya tendríamos que haber aprendido que no es así. Como dice Ugo Pipitone, vivimos un eterno comienzo. Y un eterno fracaso o frustración.

No bajamos de peso ni aprendemos las artes ocultas de sacarle una melodía al contrabajo balalaika. Y el cambio de administración tampoco modifica en automático nuestra realidad —ni en automático ni en el largo plazo—.

Los antiguos mexicanos tenían siglos de 52 años, al final de los cuales creían que todo renacía. Creo que heredamos ese creencia. Sin ningún fundamento, porque los ciclos van y vienen y los mexiquenses no vemos no el crecimiento ni el desarrollo generalizado.

El domingo elegiremos a quien se hará cargo del Poder Ejecutivo. Y hay que advertir que el cambio no vendrá por el solo hecho de que elegiremos a un jefe del Ejecutivo estatal. Tenemos que reflexionar a quien elegimos y por qué, su capacidad, su talento, sus acompañantes, su ideología y, sobre todo: por sus hechos. Porque, como dice el dicho, de lengua me como un plato. Y hay otro que dice: obras son amores, y no buenas razones.

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