El arriba firmante caminaba sobre la banqueta de la calle de Villada, de Plutarco González en dirección a Miguel Hidalgo. En el meritito centro de Toluca. Lo que vi me hizo pensar en desandar el camino y llegar a la iglesia de Santa María de Guadalupe, con el único propósito de encomendar a esta ciudad.
En ese céntrico crucero encontré estacionado un automóvil con la cajuela abierta y tres personas ofrecían, tranquilamente, tacos dorados, tostadas, pambazos y algunas otras delicias de la gastronomía mexicana. A su alrededor se agolpaban los comensales pidiendo dos de papa, uno de mole, cinco de frijoles… lo clásico en estos casos.
Pero no me volví sobre mis pasos. La verdad no quise meter a la guadalupana en este caso, porque dudo que un milagro —con rosa de Guadalupe y airecito incluido— pueda con lo que sucede en la capital del estado en materia de vialidad. Aquí todo el mundo hace lo que quiere y si no parece haber autoridad humana que tenga interés de cambiarlo, menos la autoridad divina se ocupará de los automóviles estacionados en pleno centro, dedicados a la vendimia sin preocupación de que algún agente de tránsito los conmine a retirarse.
Como dije: aquí todo el mundo hace lo que se le viene en gana: estacionarse en doble fila, circular en sentido contrario, estacionarse en lugar prohibido, y, en general, pasarse el reglamento de tránsito por sus parte pudendas. En la capital del estado de México impera el “me viene guango”.
El castigo no existe. Pero sí los que venden pizzas en doble fila en Villa y Matamoros, los que reparten comida en doble fila en Colón y Álvaro Obregón, los que venden tacos en Urawa y Tollocan o Villada e Hidalgo. ¡Provechito!