Hará unos 35 o 40 años que me subí por primera ocasión en el transporte federal de pasajeros.
Desde entonces, las carreteras se han modernizado, los autobuses tienen lujos comparables a los aviones, las terminales se volvieron lugares decentes y los operadores… los operadores siguen poniendo la misma música que hace casi medio siglo. Eso no ha sufrido ninguna variación.
Aunque la mayoría de los autobuses que se utilizan para trayectos de más de una hora le ofrecen a sus pasajeros la posibilidad de entretenerse con una película —o varias, según sea el tiempo previsto para el recorrido—, todavía es posible escuchar, a lo lejos, en la cabina del chofer, que se escuchan las canciones con las que nos han deleitado durante la segunda parte del Siglo XX y los primeros lustros del Siglo XXI.
Es una cosa que lo hace a uno volver en el tiempo y casi casi escuchar los guajolotes y el sonido de los huacales al ser recorridos en el amplio pasillo o el retumbar de los costales al ascender en las canastillas.
No sé si los operadores se heredan la música, como si fuera una cosa sagrada contenida en los casetes, discos compactos, reproductores de mp3, memorias USB, o el dispositivo que corresponda. Tampoco sé si hay una logia secreta que los obliga a programar esass gustadas y famosas melodías del recuerdo. Lo que sí sé es que parece que es pecado mortal que un chofer de omnibús se entretenga con una música distinta a la que se escuchaba en los guajolojets de mi época.