Los políticos en general, especialmente los que ejercen un cargo público donde tienen poder —y recursos y dinero a su disposición—, entienden poco el papel del periodismo en la vida democrática de cualquier país.
Este fenómeno no es exclusivo de México. Ahí está en la memoria Donald Trump, que siendo presidente de los Estados Unidos de América se lanzaba un día sí y otro también contra los periodistas y los medios de comunicación. Lo menos que decía es que eran “deshonestos”. Regañaba. Polemizaba. Y siempre que hubo una noticia que le resultaba incómoda, la calificó como “fake news”.
Por supuesto, ahí está el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, para quien los medios de comunicación y periodistas que lo cuestionan o ponen en entredicho son hasta “golpistas”.
Al poder no le gusta el periodismo independiente. Le irrita. Lo convierte en su enemigo.
Desde luego, para nadie puede ser secreto que hay medios y periodistas que “militan” o simpatizan con ciertas causas. Que tienen una definición ideológica personal, de empresa o de grupo. También que hay otros que prefieren esconder sus simpatías, aunque existan y se trasluzcan en su modo de informar. Y algunos más que entre todos los “ismos” prefieren el periodismo.
La periodística es una actividad y profesión que de manera inherente se encuentra en el aparador. Así ha sido siempre, en una función social en la que el orgullo va ligado a la responsabilidad. Como diría el periodista polaco Ryszard Kapuscinski: “el hombre que pone su nombre a un texto se siente responsable de lo que escribió”.
Para los teóricos estadunidenses Bill Kovach y Tom Rosenstiel, los principios y propósitos del periodismo están definidos por la función que cumple el periodismo en la vida de la gente, pero también tiene propósitos superiores: construir comunidad, crear ciudadanía y contribuir a la democracia: “darle a los ciudadanos la información que necesitan para ser libres y autónomos”. Los medios cumplen una función educadora y orientadora.
Han dejado de ser por completo los “gatekeepers”, porque lo público y la esfera pública se han modificado. Medios y periodistas han sufrido transformaciones asociadas a periodos históricos. Esa jerarquización que ejercían en calidad de “guardianes de la puerta”, como un modo de exclusión, terminó con la llegada de Internet como una plataforma de informaciones y comunicaciones abierta, dando lugar a una participación más directa del ciudadano y, al mismo tiempo, una forma de acercarse a los criterios editoriales, al establecimiento de agendas o de creación de medios.
Pero el modelo del “watchdog”, propuesto por pensadores liberales en Estados Unidos, sigue siendo un ideal, en el que el periodista tiene un rol de vigilancia del gobierno, que —según el sociólogo y comunicólogo británico Denis McQuail— requiere del periodista “abandonar el partidismo y los prejuicios, para mantener un estricto apego a la precisión y otros criterios de verdad, como la pertinencia y exhaustividad”. Nada fácil para el periodismo. Pero tampoco fácil para el poder político y económico. Especialmente al que le gustan los aplausos y las caravanas. Y le hacen perder los estribos los cuestionamientos.