Ayer cumplió años de muerto Adolfo López Mateos, aquel del que durante medio siglo los mexiquenses nos enorgullecíamos porque había sido presidente de la república en el periodo de 1958 a 1964. Y que se murió por allá por 1969.
La leyenda de López Mateos sigue ahí: el presidente jovial, populachero, capaz de salir a la calle como cualquier hijo de vecino, el que era ovacionado en el box o en los toros, que entonces eran los deportes más populares. En su gobierno se creó el ISSSTE y el Museo Nacional de Antropología e Historia —remember el saqueo del Tláloc de Coatlinchán—, y se nacionalizó la industria eléctrica.
Y a estas alturas del sexenio al otro mexiquense que ha ocupado la presidencia de la república, Enrique Peña Nieto, le ha ido del cocol.
Sé que la realidad mexicana es distinta hoy. Porque en el trayecto de esos 50 años que nos separan del gobierno de López Mateos, un mucho del país se echó a perder y terminamos hechos pomada. Quizás nos hizo mal el régimen de un partido dominante. O tal vez no hubo suficientes dosis de los milagrosos polvos de la Madre Matiana.
Ustedes perdonen la comparación, pero dudo que hoy el presidente de la república pueda salir al box, al futbol o a los toros, o darse una escapada por la puerta de atrás de de Los Pinos —de incógnito— sin llevarse al menos una sonora mentada.
A lo mejor es que antes México era más presidencialista. O simplemente es que López Mateos, con todo y que reprimió duramente a movimientos campesinos y ferrocarrileros, hizo mejor las cosas. O tenía ese no se qué que qué se yo, que hoy hace falta.