La religiosidad del mexicano es profunda. Raya en el masoquismo y está emparentada con la cosmogonía indígena. No es cosa del arriba firmante, sino del que para muchos ha sido el más grande intelectual de este país, Octavio Paz.
Y así parece, sobre todo en estas fechas en que las conmemoraciones religiosas absorben lo mismo a los ateos que a los creyentes.
El país se paraliza. O casi: este jueves y viernes los bancos cierran con puntual religiosidad, aunque las cosas del dinero no se puedan detener. Las escuelas, incluso las que puedan presumir de una herencia liberal y comecuras, también se avienen a detener sus actividades. Y vemos en la televisión nuestra versión particular de la vida, pasión, muerte y resurección de Jesucristo con El Martir del Calvario, o nos enjugamos las lágrimas con La Pasión, la sangrienta versión de Mel Gibson; si somos “revolucionarios” tal vez con El Evangelio Según San Mateo de Pasolini, y hasta nos atrevemos a reír con La Vida de Brian, de los Monty Phyton. Sin olvidar las obras teatrales que se escenifican en tantos y tantos pueblos a lo largo y ancho de la república mexicana.
En la inercia de ser pasivamente religiosos —espectadores—, veremos cómo transcurren las conmemoraciones centrales de la Semana Santa de aquí al domingo. O simplemente disfrutaremos que la religiosidad impone los calendarios.