Estamos a dos semanas de que el presidente Enrique Peña Nieto termine su administración.
Y aunque sólo el tiempo lo pondrá en el lugar que le corresponda en la historia, el balance del presidente de la república es negativo. La opinión pública y la opinión popular no le perdonan yerros graves, casos de corrupción impunes y haberse rodeado de una burbuja que siempre le pintó el escenario de colores pastel, muy lejos de los colores oscuros de la realidad nacional.
Hace unas semanas, con motivo del último informe de gobierno, me pedían indicar cinco cosas positivas del sexenio del presidente Peña. Señalé entonces la reforma financiera, escenciamente porque facilitó a los cuentahabientes realizar operaciones bancarias o cambiarse de banco sin restricciones, además de que le dio facultaddes al Banco de México y a la Comisión Nacional para la Protección de los Usuarios de Servicios Financieros, para regular a los bancos, aunque no las hayan usado. También la reforma en telecomunicaciones, en la parte en la que procuró mejores servicios para todos.
También destaqué el Pacto por México, un ejercicio de política y convencimiento que permitió las distintas reformas legales emprendidas por la administración peñista en el ocaso. Y algo trascendental: que Enrique Peña reconoció casi de inmediato el triunfo de Andrés Manuel López Obrador, quien en 15 días será su sucesor.
Pero sobre esas cosas positivas pesa más en el ánimo popular la corrupción. La casa blanca de Las Lomas, las casas de Malinalco, los contratos multimillonarios para amigos y personajes afines, la falta de castigo para gobernadores que fueron más ambiciosos que Alí Babá y sus 40 ladrones, la impunidad en Tlatlaya, Ayotzinapa y el Paso Exprés de Cuernavaca, el enriquecimiento de unos pocos frente a la miseria de muchos.
Y pesará también el deterioro del ambiente social, traducido en inseguridad y delincuencia.
Se agota minuto a minuto el sexenio peñista. Sexenio de expectación, sexenio de decepción.
